jueves, 19 de abril de 2007

Yo Areno

Comenzó en el preciso momento cuando dejaba de seguir el sonido de las gaviotas. No me di cuenta, y si me hubiera percatado, haría omisión de dicho estado, darme cuenta. Empezó de regreso o de ida, que cuando se camina con uno mismo, poco importa el sentido de la dirección si sabes en tu bolsillo depositado el norte. Que cuando se deposita el pie en la arena, importa dejar el rastro que será borrado por el olear.

Fue allí, donde sentí la suavidad de la misma, la arena colocada en la planta de mis pies, como si me plantara en un beso, en una caminata, en una tempestuosa locomoción acompañada en esa orilla. Risas semejando susurros, ruido perfecto impronunciable en mi espalda estallaba. Tallando los dedos de mis pies, se desprendían sonrisas de la arena, de aquí para allá me envolvían, de allá para acá hallaba, arena, minuta arena, diminuta, dos manuscritos empezaban.

Como una cita sorda, una cita no pronunciada, presentí que ella seguiría en el lugar donde no la había encontrado. Fue así que decidí alejarme de las luces, de las risas que acompañaban mi viaje, pues deseaba escuchar nuevamente aquella sonrisa nada peculiar, nada singulante, pero extraña, y así, ya la extrañaba en la partitura remembrada de mis oídos. Pensé que ella estaría en otro sitio. Para mi sorpresa, bajo la luz de las olas oscurecidas por la noche, me humedecí la piel de mi pies, nuevamente sorprendido, escuchaba las encalladas y nada estranguladas percusiones que provenían de mi estar con la arena. Me senté, me sentí, propio de ella y de mí. Coloqué mis manos en ella, apenas iluminada bajo las estrellas, las bajó, fosforescencia desprendía mientras la tocaba, mientras sumergía mis manos inquietas en su húmeda piel. Las conté, las reconté y encontré mi vocación.

Así pasé los días, esperando volver a conjugar verbos en juego, utilizando para mi propósito, primera persona del plural, componiendo en segunda y primera singularmente. Las noches, cubiertos de nubes y alguna ave nocturna que lejana nos observaba, comenté mi oportuna forma de sentir, de sentirla, de comprobar una y otra vez, de proar, de probar aliento de sus labios salinos.

Mentiría si no pronunciará que me sentía enamorado.
Cada ocasión, en donde nuestras citas concurrían a nosotros, se presentaba lentamente. Inició con una mano, mano arenosa, vientre arenoso. Así sucesivamente cursó y discurso pronunciaban mis manos en su arena. Sus piernas; dos piernas, nada peculiar, pero arenosas. Mentiría nuevamente si no colocara que, cuando descubrí su cabello…
Siempre había estado allí, cabello que cabe en mis manos, colocado, saturoso, sólo fue quitar para verlo, verlo para quitarlo, descubrir, allí estaba. Inventamos, creamos, producimos. Le agradaba la palabra inventar tanto como a mí, pues eso hacíamos, inveníamos.
En venir e ir, gastábamos caricias siempre recobradas.

Me invitó a quedarme en la sapiencia de las olas. Conducidos por el vaivén, con nuestro viento propio despertábamos el rugido de los mares. Empapado, mi pensar se secaba a besos provenientes de su boca. Juego dialéctico, su boca empapaba y secaba, un torbellino en el que el centro era un vacío, tan oscuro como atractivo, envolvía.

Propiciamos que la noche perdurara el mismo fragmento que le conducimos al sol. Su talle se resbalaba conforme el viento la acercaba a mí. Posaba su egoísmo en la espuma y brisa que el mar recolectaba, era agradable, vislumbrar sus manos enjugando aquel istmo donde me dedicaba sin meticula, a desenredar pensamientos inquietantes, pensamientos que desprovenían del encuentro mismo.

Ella fue quien me enseño que los cambios en el viento marino, provenían del influjo de su estado esencial. –Cuando arde mi arena, eleva la temperatura del aire circundante, propiciando un reajuste dialéctico, es decir, en dialogo entre mi calor y el aire frío- y sin más pronunciar, se lanzó sobre mi pecho recorriendo sus manos, mis labios en su pecho, su pecho en mis dedos, dejando gotas de arena por donde iba avanzando sobre todo yo. En esa ocasión, y otras tantas, los vientos tempestivos sobresaltaban las olas de su cintura. Las velas de los barcos lejanos, de los pescadores, agradecían la influencia de la ventisca que depositábamos, pues debilitábamos la inmovilidad de las proas.

Mentiría una vez más si no recordara que en ocasiones producía una especie de celos vergonzosos. Quizá gozosos, verbos sonsos. Me avergonzaba tener sentimientos que se asemejaban a la envidia. Y, no sin celos me irritaba, cuando los cangrejos, las aves, los peces que naufragaban y demás criaturas, recurrían a jugar con ella, ante mí, donde ella se mostraba sin rubor sobre mi vista, cuando la respuesta que detenía ante dichas criaturas, atrapaban mis palabras y no hablaba más.

Una ocasión no soporté más y decidí plantar mis pies nada lejano de aquellos juegos que me inquietaban. Sin control me eché sobre ellos, cerré mis manos y apretándola le mostré mi prenda más latible. Ella con un asombro controlado, manifestándose libre de este (aunque tanto ella como yo sabíamos de una sorpresa presa) posó su arena, su cintura, su talle, sus ojos, su cabello, sus manos en mí y aprehendida, encendió mi canto, encendió mi sueño, mi duermevela, mis piernas, mis brazos. Y abrazados hacemos brasa llameante en lo nuestro…