viernes, 26 de enero de 2007

Helado de Otoño

Helado de Otoño y otras
sonrisas

A tu vuelta,
Sandy
Se despidieron
y en el adiós ya estaba
la bienvenida

Benedetti


Y así, comenzó lo aquí escrito. La lectura se hizo, se fue haciendo, se va realizando. Segundo a segundo, noche a noche, uno a uno y así, ya es de dos.

Cuando las ideas llegan con la distancia, y se alejan en la misma, sin dejar más que los astros, rastros que se acumulan sin poder colocar en un mapa del cielo, surge la memoria que nos invita a la maquilación de momentos, vidas, instantes, algo complejo.


Ernesto CU

Hace algunos ayeres, cuando la mano de la mujer y del hombre, de los aquí escritos, no conocían el fuego de los nombres, no sospechaban siquiera que cada uno portaba para el otro, la sonrisa sapiente de las aperturas, caminaban distantes y alagados, por las calles de ciudades casi tan lejanas y alejadas una de otra, que ni con telescopio alguno o microscopio, se sabían la otra de la una.

Un paso tras otro paso, rutinario colectivo donde lo mas descriptivo posible, cuidaba los zapatos, la cabeza y los hombros. Las calles donde los elevadores carcomían las escaleras, surgían como lo más cercano y en dirección hacia los cielos, hacia las calles, calles con sus pasos de su cada cual, desprovistas de pasto, de pasta, de hojas, de bosque. El frío, sólo un temporal, algo temporal, algo irrelevante y con mucho de irreverente pues para ese momento no lo conocían juntos.

Caminaba de aquí y se sentaba allá, él, en la explanada de algún café, con un cigarro en la frente, que desde no sabía cuanto lo llevaba. Ella en la elaboración de amistades, acertijos que desproporcionaba calidad al evento. Desprovistos de sus ojos, de sus pupilas encuadradas, encirculadas, ensímismadas, con la rectitud de dos conocidos descocidos desde la palabra misma. Un hola y un adiós era lo más próximo entre ellos, cada un millar de segundos, millar que se trasponía y yuxtaposicionaba con un misterio nada alarmante.



Una ocasión donde él intentaba comprender el inconsistencias de lo humano, con una mano en la pluma y otra en la frente, colocó las posibles letras rompiendo la transposición. Agarró papel y lápiz, pluma y papiro, tinta y lienzo y desdibujo el cielo para llevárselo a la boca con una cadencia nada particular. Ella al ver movimiento alguno el cual le resultaba poco exclusivo, poco extravagante, decidió dejar caer, y rodar alguna semilla de algún fruto de algún árbol de algún poblado de algún lugar, inclusivo de los dos.

Sorprendido de sorpresa, volteando para más de los cuatro puntos cardinales que marca la flor de los vientos, se fue acercando, poco a poco, con la lentitud propia de un tren que utiliza sus rieles para ser descarrilado.

-Hola- mencionó con los ojos mirando los ojos que lo miraban.
-Hola- le respondieron los ojos que miraban los ojos que la miraban. Un “hola”, nada no conocido. De nuevo un hola que ya se había escuchado en esos millares de segundos que transcurrían hasta repetir algún otro hola lejano, que por aquellos tiempos los segundos pasaban a ser terceros, cuartos, quintos y demás lugares en sus respectivos espacios.

-Hola- repitió con ahínco mientras recolectaba y recogía las semillas que rebotaban y se observaban como lo hacen las gotas de lluvia cuando entran en algún estanque, alguna fuente o con mayor frecuencia, en una pecera.

-Piscis verdad?- colocó como si, en aquellos ojos profundos, resguardara un pez y otro pez respectivamente y sólo hubiese mencionado lo que allí se veía nadar.
–Verdad…- respondió ella a él con una sorpresa, -sí…-, gustosa, y en el instante mismo de pronunciar y corroborar lo antes dicho, la ventana que los separaba, que separaba la calle de su calle, o el camino de su camino, o el mar de su mar (para bien de los allí pecentes) sonrojó las mejillas entre colores que poco a poco iban descubriendo y entre miradas resumidas de un sueño, entrando así en la localización engendrada de la maravilla, entrando así, a ellos.













Se levantó sacudiéndose los calcetines sin dejar de mirar el pez que brincaba de una pupila a otra, salpicando en su trayecto a los dos presentes. Alrededor de ellos, los transeúntes pasaban como tenían que pasar, los perros pasaban como tenían que pasar, y el tiempo pasaba como tenía que suceder, como si cronos, crónicamente delirara para sus espacios.

Una banca y las hojas de los árboles llenaban de hojarasca las cascadas por donde escurrían rumbo arriba, rumbo abajo.
Fin de la escena.

Cada uno en su lugar. Fue así que decidió coger papel como escudo sin tener y pretender defenderse de algo, de alguien. Cogió pluma como lanze spezzate, cogió honda con pequeñas piedras, y sacando de sus bolsos las semillas antes recogidas, se lanzó a la cabalgata. Tiró una para allá, en aquella dirección donde su cuore apuntaba. Tiró una más y otra más y otra más, evento concedido por el quehacer de su pluma.

Lo que escribía, lo colocaba en una honda hecha de letras y con la cautela y armonía, elevaba la cometa para ser leída. Una más y una más. Una cometa por allá, una en aquel lugar donde deshojó la cascada, otra en la banca y unas tantas más por la ventana ya abierta. Corría siempre para ver si el viento mantenía atento la cercanía de la distancia. Corría y a su lado trotando un diminuto caballo enano, café, chato y con ojos de perro, que en lugar de relinchar, ladraba, que en lugar de paja, croquetas devoraba, que en lugar de cascos, patas llevaba.

Ahora bien, aunque esta historia es de ellos dos, de ella y él, se narrará con mayor aproximación desde un él, no por implicaciones sociológicas culturales, no por desprovisión de un ella, ni por cómoda cercanía en los pronombres personales, sino, sólo porque los azares de la escritura saben desde sí.





















El tiempo seguía siendo el mismo. Los lugares seguían siendo los mismos. Mismos elevadores, mismo pasto desprovisto. Lo mismo pero no mismo todo. No para ellos, no para el frío, ni para los colores levantados.

En una ocasión de las que los segundos dejaban sus millares y dejaban lo segundo para ser primeros, rozaron deliberadamente sus manos. Se sentaron, se sintieron y se sentaron. Se sintieron y entraron, no a describir, sí a escribir(se) en el paisaje.

Una tarde, seguida de otra, y otras más, y así sucesivamente y correspondiente a los dos.

El frío, fiel amigo desde allí. La distancia jugaba un papel físico de querer directo e indirecto proporcional, propositivo, pues mientras más distancia más querer crecía, mientras menos distancia más querer había, hay. Pero continuemos con el frío. El frío jugaba un papel trascendente. Decíamos que fiel amigo desde allí, pues perteneciendo aún a los temporales manifiestos del clima, perecía ante los brazos, que sin sostener, abrazaban sus cuerpos.



Frecuentaba los parques con la imagen en todo su cuerpo, un aroma de ella en el brazo, un aroma de él en la nariz de ella. Un color en el sonido de las palabras que latían con un oleaje oportuno. Oportuno oleaje, pues cuando menos se esperaba, o cuando más se esperaba, pues para la espera nunca sabemos y podemos decir si es necesario crear necesidades o esperar el tiempo y viento oportuno para bogar, pues los espacios surgen como la noche o como el día, o la noche y el día los hacemos con nosotros mismos.

Y navegando con los espacios descubiertos, con los sentimientos encontrados, buscando el mejor viento para la alzada de las velas, decidieron no esperar en la búsqueda, sino crear los vientos propicios, los torrentes, la ocasión.
Los vientos soplaban en la vela sin apagarla ni encenderla, la andaban. La nave, cargada de nísperos, de aceites, y de oliva, la balsa colocada de frutos, frutos dulces y otros ácidos, formando de esta manera y de esta forma una gama de benevolentes sabores. Soplaban los vientos en la vela. Las nubes caracoleadas, coloreadas rompían y rompen la brisa que sueltan su voz, la voz de ella, voz en la garganta de él. Se rompen en el borde de madera de esa nave, se caen, juntos caen, pues no hay mejor colchón que ir cayendo juntos.
Navegan, sonrientes, el camino absuelto.



Para ese momento que aquí se escribe, va alza la vista, mirando él el cabello de ella enredado con las estrellas en sus dedos, donde ahora, él, que no hemos dicho su nombre pero poco falta para mencionarlo, para nombrarlo, no por mí, escriba de este paisaje, si no por ella, escriba directa del pasaje, es que sabe el motivo, decíamos, la función de las mismas, de las estrellas.

Con sutil tesitura, ella enjuga una de éstas en el mar, en su boca, en el mar de su boca, una estrella para colocar, para poner y disponer, para deleitar el nombre, sus nombres. Con un nombramiento que suena desde su centro, que recorre el camino directo a la boca, desprende un canto y lo nombra…

-Ernesto, mi querido Ernesto-.

Así el viento tácitamente, desde su aliento, manifiesta su ser, su estar. Lo nombra, le rige la estrella de la mañana, de la tarde, de la noche.

Él, que ahora porta la estrella con el mayor nombramiento sobre la tierra, acaricia su nombre, el de ella, y tierna y gustosamente en una caricia a los ojos, derrama hacia el ambiente, hacia el mundo…

–Sandy, mi adorada Sandy-…

y en ese nombrarse mutuo, suspiran en un profundo sueño donde se seguirán encontrando, más allá o más acá de sus vigilias.



Pero el sueño sucumbe cuando la vela se presenta, cuando la vigilia en la que se han nombrado, se han conocido, suspirado, se han formado y conformado, llega, arriba así, como las escaleras no necesarias para sentir el cielo y la tierra en el mismo instante en que ellos son para sí mismos. Cantan, van cantando,
es canción…

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