jueves, 4 de enero de 2007

Reproche

Le recorría la lluvia por el cuerpo como la mirada mía que ella llevaba puesta. Yo, sorprendido, sorprendido por la caída de su pelo empapado, como si fuera un sudor, una lluvia la cual se dejará caer apropósito para poder resbalar sobre aquellos hombros, hombros que desde el cielo apreciados eran , y que esto, éste mismo, el cielo, lo tenía bien entendido.

La caída marcaba su andar, la caída que hacía en mí. La caída de las palabras que salpicaban a la lluvia misma, al espejo, a mi cara y a su rostro, a nuestras manos que agarradas no se mantenían, manos que deseaban resbalar como la lluvia y empaparse de ella, de mí. Soltar las palabras y escuchar su quejo.

Fue entonces que logramos llegar a un árbol que extendía las ramas tal como yo deseaba extenderle mis brazos. Que los escalara como las ramas que de niña lograba hacerlo. Yo, mientras pensando en esto y en aquello. Ella, compensando el aquello y el resto. Contando sobre la causalidad de (los) dos peces en la profundidad de un espejo, pretendiendo mostrar sus ojos, rozarlos, reflejarlos. Lo hacía mientras los miraba por el rabillo de los míos. Dos peces que se pescaran. Dos pescos que se pasearan. Incrédula, dibujaba su sonrisa en la mía mientras la lluvia celosa, estrellaba el espejo donde los peces poco antes intentaban desaparecerse. Yo estrechaba fuertemente el imaginario de sostenerla en mis manos, repitiendo en silencio y apretando para mis adentros su húmedo amarillo y mojado nombre…

E. Urquiza

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